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martes, 17 de mayo de 2011

Dos leoneses, una conversación y un cuadro de Sorolla.

Hace apenas unos cuantos días, hablando con un empresario leonés sobre lo que ocupa en estos días, es decir la penosa situación que atravesábamos y preocupados por su duración -ninguno de los dos se atrevía a aventurar el final a tan negra travesía- fuimos escurriéndonos de una materia a otra, con cierta holgazanería, sin una razón para ello, dejándonos llevar, para concluir, así como quién no quiere la cosa, pero con la certeza de su irremediabilidad, en ese tema de conversación tan recurrente entre dos leoneses de pro -como ambos nos considerábamos-, que no es otro que la crítica a ser posible exacerbada del carácter leonés: sus hábitos y costumbres.
Suelen aparecer de repente adjetivos como desconfiado, reservado, egoísta, envidioso, aislado, cerril,… y no sigo porque la lista suele ser muy larga, tanto como la imaginación del que la expone o personajes tan oscuros como lejanos sobre los que recae todo la sinrazón de una justificación peregrina como la mítica ya de Renault en pos de otros lares más propicios en el corazón de Castilla. También solemos, si somos genuinos y no de las afueras, y con ánimo de contrición -por no sé qué pecados cometidos por anteriores generaciones y que los contemporáneos debemos llevar inscritos en la frente-, martirizarnos más aún comparándonos, en muchos casos injustamente, con la bonanza de otras regiones y para más inri competidoras históricas de nuestra identidad.
El argumentario de esas conversaciones va pasando por las diferentes etapas sin descuidar ninguna de ellas, hasta que poco a poco va perdiendo impulso, ánimo e interés (la verdad es que sorprende que en algún momento lo haya tenido porque desde que el mundo es mundo cualquier leonés sabe perfectamente del desarrollo de la conversación), y finalmente desaparece en un silencio que se rompe con la orden de uno de los contertulios dirigida al camarero (suelen tener lugar estas conversaciones convenientemente apoyados en la barra del bar), “lo mismo de antes, por favor”. Y es que el ambiente de estos establecimientos tienen un poderoso influjo en la personalidad, conocimientos y aptitudes de los leoneses que suelen encontrar las soluciones óptimas a los grandes problemas de la Humanidad, la pena es que  tiendan a olvidarlas una vez abonan la consumición y salen del local.
Pero esto ya es sabido y además he escrito sobre ello en otros apuntes con mayor o menor fortuna. Lo original es una nueva perspectiva que introdujo este amigo en la conversación  a la que me refería al principio, sobre el carácter leonés, porque lo cierto es que existe y se manifiesta. ¿Cómo? Pregunté yo. Y me refirió a otro amigo suyo, en otra conversación duplicada sobre el mismo tema, recién acabada la visita que hizo a la exposición el Museo del Prado organizó sobre el gran Joaquín Sorolla. Adornaba una de las últimas salas un primoroso lienzo intitulado “Aldeanos Leoneses”, donde el genio creativo del pintor de la luz manifestaba el genuino espíritu leonés, no castellano, ni montañés, ni siquiera español, en nuestro, el de los leoneses.
En el cuadro aparecía un grupo de personas de diferentes edades en torno a un burro, ataviados con los ropajes de la época de principios de siglo (ojo el siglo XIX). Son tipos duros, trabajadores que manifiestan una capacidad innata de supervivencia, próximos al terruño y a lo que constituye su fuente de recursos más importante: el asno destacando sobre el conjunto, más gracias a la actitud de una aldeana que descansa amorosamente sobre la grupa del equino. Son un grupo. Pero analizando un poco más profundamente la composición, cabe preguntarnos si lo son realmente. Y la respuesta es contraria a la anterior, son únicamente la composición de un colectivo, no un grupo, cada uno conserva su identidad y su individualidad al margen del resto, a pesar del resto podría decirse. Las miradas de todos y cada uno se pierden en pensamientos diferentes. Una aldeana parte un trozo de pan de una hogaza, pero está más pendiente de su alrededor que de lo que está haciendo, a su lado un hombre con capa y sombrero de ala ancha, casi embozado mira amenazante a otro que le observa con atención desde el otro ángulo del óleo. El burro parece el único consciente del espectador y le obsequia una pose amable, orgulloso del protagonismo que le toca asumir.
¡Qué lejos queda el esplendor de sus cuadros andaluces, de la amabilidad de las gentes de su tierra valenciana, la laboriosidad catalana o la solemnidad de los episodios castellanos!
Aunque bien mirado, todo esto puede no ser más que proyecciones de una mente calenturienta, anclada en unos prejuicios injustificables y con un ánimo excesivamente crítico con sus convecinos. ¿Pero realmente no es ese precisamente y no otro, es el carácter leonés? Para mí tengo que  independientemente de que le nacieran en Valencia, Sorolla se adoptó leonés.


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